Por: Juan P. Dabdoub, PhD

Facultad de Educación y Psicología de la Universidad de Navarra

Pamplona, 10 de septiembre de 2019

«Las escuelas están perfectamente diseñadas para los resultados que obtenemos. Si no nos gustan los resultados, necesitamos rediseñarlas». Esta frase de Paul Houston, exdirector ejecutivo de la Asociación Americana de Administradores Escolares, ha hecho reflexionar sobre cuáles son los frutos que se espera recoger en las escuelas. Muchos docentes opinan que su finalidad se limita a surtir a los estudiantes de un nivel de cultura general y a desarrollar técnicas, competencias y habilidades que les permitan realizar un trabajo profesional. Sin embargo, numerosas voces se han alzado en las últimas décadas para decir que esta perspectiva de la educación no contempla su fundamento esencial. Además, sostienen que esta visión se muestra insuficiente para asumir las dificultades y retos de nuestra sociedad.

En los años setenta, el psicólogo Louis Raths identificó los siguientes comportamientos en las personas que carecen de valores o convicciones morales: son individuos apáticos, sin entusiasmo, que permanecen pasivos ante lo que les rodea; que se interesan en muchas cosas pero por poco tiempo, incapaces de perseverar; que no saben qué es lo que quieren y les cuesta tomar decisiones; que van a la deriva sin ningún plan o meta; que son conformistas y se dejan llevar por la opinión dominante; otros, los disidentes por defecto, encuentran su razón de ser en quejarse y llevar la contraria.

Más recientemente, en 2004, el director del Stanford Center on Adolescense, William Damon, detectó en la ciudadanía unas carencias similares a las descritas por Raths: una actitud cínica ante los valores morales y las metas magnánimas, una visión derrotista del futuro, un coraje «disuelto», desconfianza —en uno mismo y en los demás— y, sobre todo, la ausencia de propósito, compromiso y dedicación, algo que denomina «fracaso del espíritu».

Ese vacío interior que ambos destacan, esa desesperanza y búsqueda de satisfacciones superficiales e inmediatas puede parecer una crítica coetánea. Sin embargo, tiene muchos puntos en común con aquello que Aristóteles menciona sobre los jóvenes en la Retórica: «Propensos a los deseos pasionales y de la condición de hacer cuanto desean. […] Pero también son volubles y prontos en hartarse de sus deseos […], pues sus afanes son agudos, mas no grandes, igual que la sed y el hambre de los enfermos». Entonces como ahora, sigue siendo un reto que las personas lleguen a desarrollar lo necesario para hacer suyos los afanes grandes y nobles que llenan de significado la vida humana.

Estos autores, y muchos otros, coinciden en que gran parte de los problemas a los que se enfrenta la sociedad en la actualidad tienen su origen en la educación moral de los ciudadanos y podrían evitarse prestándole más atención. Desde los años noventa, profesores, psicólogos, filósofos y líderes sociales luchan por recuperar la que consideran la auténtica finalidad de la educación. Tanto a nivel escolar como universitario, el movimiento conocido como «educación del carácter» promueve el desarrollo de virtudes morales y cívicas en las instituciones educativas, ya que sin ellas pierden sentido los conocimientos y las competencias de los planes educativos. Después de un siglo, continúa vigente la frase de Theodore Roosevelt: «Educar a una persona en la mente y no en la moral es educar una amenaza para la sociedad».

Un nuevo modo de ser

En la Ética a Nicómaco y en la Política, Aristóteles aborda la importancia de la formación de los ciudadanos, resaltando «la necesidad de haber sido educados de cierto modo ya desde jóvenes, como dice Platón, para poder alegrarnos y entristecernos como es debido; en esto consiste, en efecto, la buena educación». Según el Estagirita, aquello que hace falta educar para desarrollarnos plenamente es un «buen carácter».

Resulta difícil definir qué es el carácter o cómo se cultiva. Desde Character.org, una de las organizaciones con mayor influencia en este ámbito, expresan el concepto con las tres haches: «Head, Heart and Hands». Según su propuesta, ampliamente extendida, el buen carácter se apuntala en comprender (head), preocuparse o querer (heart) y actuar (hands) conforme a los valores éticos fundamentales.

Otras corrientes, como el aprendizaje socioemocional, la psicología positiva o la ética del cuidado, comparten aspectos teóricos y prácticos con la educación del carácter. Sin embargo, esta se distingue por su énfasis moral: tiene la firme convicción de que existe un bagaje moral universal para las acciones humanas, entre las que se puede llegar a distinguir buenas y malas, mejores y peores, convenientes e inconvenientes, considerando elementos universales —lo que nunca cambia— y particulares —lo que depende de cada caso—.

Aunque se suele identificar la educación del carácter con la transmisión de unas ideas éticas, esta no es su esencia ni su método principal. La educación del carácter trata de generar una cultura, un clima en el que el discurso es vida, vida que se contempla y experimenta en las relaciones y en el ambiente de la comunidad escolar. 

Pero ¿cómo se concreta la educación del carácter?, ¿cuál es el programa que sigue? Estas pertinentes preguntas surgen con frecuencia en cursos para directivos y profesores. No obstante, hay una cuestión previa y angular en cualquier iniciativa que pretenda formar el carácter de los jóvenes: quiénes son las personas que educan. Muchos docentes fracasan al intentar desarrollar la virtud en sus estudiantes porque se centran en lo que hay que hacer, en lugar de comenzar cultivando en sí mismos el fruto que esperan cosechar. ¿Puede un educador con mal carácter contribuir a desarrollar un buen carácter en sus alumnos? 

Como sostiene el psicólogo estadounidense Thomas Lickona, la herramienta más poderosa que tenemos para mejorar el carácter de un niño es nuestro propio carácter. Los estudiantes no solo aprenden de lo que dicen sus profesores, sino sobre todo de lo que son. Citando al autor de El coraje de enseñar, Parker Palmer, «no podemos evitar enseñar quiénes somos». Así lo refleja también el profesor de la Universidad de Missouri-St. Louis Marvin Berkowitz al referirse a la educación del carácter como «un modo de ser y, especialmente, un modo de ser con los demás». Este nuevo modo de ser, en definitiva, no trata tanto de hacer unas cosas u otras, sino de quiénes somos y de cómo hacemos las cosas. 

Abundantes estudios e investigaciones muestran cuáles son las mejores metodologías para generar una nueva cultura en las escuelas. En esta línea, el modelo PRIMED, ideado por Berkowitz, profundiza en prácticas efectivas para promover el desarrollo del carácter. Su planteamiento ha recibido acogida en países con culturas muy diversas como Estados Unidos, Singapur, Taiwán, Kenia, Colombia, España o México.

PRIMED es el acrónimo de seis principios para transformar las instituciones educativas en comunidades que cultivan virtudes morales y cívicas. El primero pone de relieve que el carácter debe ser una auténtica prioridad (P) en las escuelas, una meta que solo puede alcanzarse si los líderes le conceden protagonismo. De modo particular, deben promover relaciones (R) de cuidado en toda la comunidad. «A los niños no les importa cuánto sabes hasta que saben cuánto les importas», afirma John C. Maxwell, escritor y experto en liderazgo. El objetivo es que los alumnos desarrollen aquello que hace falta para que sus acciones sean motivadas intrínsecamente (I) por razones auténticamente morales, en vez de depender de premios, castigos o alabanzas públicas. Todos en la escuela, y más los adultos, deben procurar ser modelos (M) de virtud, de los que los estudiantes puedan aprender. Siguiendo a Gandhi, se trata de «ser el cambio que queremos ver en el mundo». En quinto lugar, el empoderamiento (E). Para crecer en una comunidad y generar contextos donde se desarrollen las virtudes, resulta imprescindible que todos sus miembros —profesores, administradores, personal de apoyo, estudiantes, padres— tengan voz. «El carácter se desarrolla en parte a través del sentido de la propia autonomía», apunta Berkowitz. Por último, el éxito escolar en el modelo PRIMED depende también de la pedagogía del desarrollo (D). Puesto que los resultados no son inmediatos ni se consiguen repitiendo siempre lo mismo, hace falta impulsar estrategias en función del proceso de maduración de las personas.

La mayoría de las prácticas de educación del carácter puede clasificarse en uno o varios de estos principios. Incluso iniciativas de otros enfoques similares, como la educación cívica o la educación emocional, pueden distribuirse en estas seis categorías.

El artículo What Works In Character Education, escrito por Marvin Berkowitz y Melinda Bier en 2007 y financiado por la John Templeton Foundation, recoge las conclusiones de un centenar de estudios que evalúan el impacto de la educación del carácter. Los autores catalogan treinta y tres programas efectivos en las dimensiones «Head, Heart and Hands» para desarrollar la «bondad humana» y correlacionan indicadores como conductas de riesgo, competencias prosociales, resultados académicos y funcionamiento socioemocional. 

Leave a Reply